Cuando la guerra fría estaba en pleno proceso de congelación. Las guerras de Vietnam y Corea remecían al mundo por su barbarie y salvajismo, ocurre la historia que les voy a contar.
El Perú seguía siendo un lugar convulsionado, con caudillos mesiánicos que derrocaban a los aristócratas que seguían convencidos que el país era su chacra y los peruanos que vivíamos fuera de Lima éramos relleno a los que puso Dios para trabajar sus tierras.
Ica vivía sumida en el letargo de sus tardes veraniegas y el olor a chacra, a agua nueva. La campiña pobre, de parceleros criollos y mestizos que apenas sobrevivían con panllevar, mientras las grandes haciendas heredadas del virreinato o adquiridas gracias a los consolidados de Echenique, prosperaban enriqueciendo las arcas de sus propietarios.
Una de aquellas noches, fue invitado a una fiesta en la campiña José Eduardo, un joven caballero de cabello engominado, chamarra de cuero y moto negra cual corcel de guerra. Aquella nuestro amigo había estado celebrando como se celebraba en Ica: harta cachina, arroz con pato y buenos amigos.
Ya estaba cerca de las tres de la mañana cuando los festejados decidieron jugar a los carnavales aprovechando el agua que discurría por la Achirana, por lo que decide partir hacia su hogar. Disponía su marcha, cuando una joven de aproximadamente veinte años, lo abordó.
– Joven buenos días, veo que ya se va. ¿Podría acompañarme de usted para volver juntos? Lo que sucede es que vine con unas amigas pero ellas hace rato que se fueron dejándome abandonada sin nadie con quién retornar.
José Eduardo se sorprendió, pues no era usual que una chica hiciera tal pedido a un varón y menos desconocido. Sin embargo ante la belleza de la joven, no pudo ser menos galante y con una sonrisa tímida iniciaron la marcha.
La dama en cuestión vestía un coqueto conjunto blanco que dejaba a notar sus hermosos muslos aceitunados y una luenga cabellera azabache. Subió a la moto de un brinco tomando la cintura de nuestro amigo quien al contacto de su piel la sintió muy fría y ni tardo ni perezoso se despojó de la chamarra colocándola con sumo cuidado en la dama.
Al llegar a la ciudad, la chica indicó que su vivienda estaba a las afueras de la ciudad, por el arenal circundante al cerro Saraja, más precisamente a espaldas del cementerio.
Un golpe como de agua helada le recorrió la columna vertebral. Tantas historias se contaban de aquel paraje y más a aquellas horas de la madrugada donde las almas en pena, jarjachas y amortajados pululaban por sendas zonas baldías.
– No te preocupes amigo, déjame aquí. La luna esta clarita y puedo llegar caminando hasta mi casa –dijo la chica haciendo el ademan de bajarse de la moto.
– No hay manera –respondió José Eduardo– yo te llevo hasta la puerta de tu casa.
La moto arrancó enfilando su norte hacia aquel lugar. Llegados hasta la verja de fierro del cementerio, la chica le indicó el camino siguiendo el tránsito por la puerta de la morgue que por aquellos años lucia su tétrica mole al lado del camposanto. Unos minutos después arribaron al destino deteniendo la moto frente a una casucha de quincha y adobe. Una breve despedida y la chica ingresó a toda prisa a la casa llevándose puesta la chamarra.
Unos días después a golpe del medio día José Eduardo con el pretexto de recoger la prenda, tocaba la puerta arreglándose el cuello de la camisa y pasándose la mano por el engominado cabello. Una mujer mayor abrió la puerta.
– Señora buenos días. ¿Se encuentra Rosa Delia?
– Disculpe joven aquí no vive ninguna Rosa Delia.
– ¿Cómo no señora? Hace dos noches la traje aquí y ella ingresó a esta casa de una fiesta en La Tinguiña.
– ¿Qué dice joven? Usted está loco. Por favor retírese y deje de burlarse de mí.
José Eduardo puedo ver en la pared, a espaldas de la mujer dos cuadros a manera de fotografía. Una pareja que supuso la dueña de casa y su esposo, y al lado una joven que con rostro sereno lo observaba.
– Ella es. La chica del cuadro. Ella es Rosa Delia. ¿No qué no vivía acá?
La señora exhalando un suspiro volvió la vista y luego contempló el rostro del muchacho que insistente señalaba el cuadro.
– Acompáñeme joven –le pidió mientras cerraba la puerta- vamos a un lugar que le quiero mostrar.
José Eduardo confundido siguió a la mujer. Unos minutos después ingresaban al cementerio que a esa hora (mediodía) lucía solitario, dejando que el eco de sus pasos retumbara con más fuerza de lo usual.
Dicen las viejas que el mediodía, hora del ángelus, las almas salen del purgatorio caminando tristes y melancolías por iglesias y cementerios, llorando el haber abandonado este mundo dejando atrás el calor de la vida.
En uno de los pasadizos, en el cuartel más viejo, entre los recovecos de su laberíntica edificación estaba una tumba. Allí en uno de los nichos, doblado con sumo cuidado, Jose Eduardo encontró su chamarra mientras que en la lápida una foto descolorida lo miraba sonriente.
– Rosa Delia, era mi hija. Murió ahogada en la Achirana durante los carnavales hace quince años. Desde aquel momento, algunos jóvenes han llegado a mi casa con la misma historia que usted narra.
José Eduardo salió del cementerio casi corriendo. Aquella noche había transportado en su moto (la que nunca más volvió a usar) a un espíritu que años después lo llamara desde las turbulentas aguas de la Achirana en medio de una borrachera.
Puedo testificar que esta historia es verdadera, porque la oí de labios de la hermana de José Eduardo cuando un día la acompañé al cementerio viejo a ponerle flores a la tumba del ahogado.
Oscar Calmet Altamirano
Como hago para saber de reservas de Año Nuevo?
Un poco más de información .Gracias
Hola, buenas tardes, podrían publicar el himno al JPB pero en notas musicales para tocar con quena
Hoy regreso a Lima guiada por mi esposo, quien me contaba que, cuando era niño, su padre siempre lo traía…
Reserva para el miercoles 24 al sabado 27